4/18/2006

Esas viejas

No sé si este sería un tema de chilenos, santiaguinos o meros seres humanos, pero en la cotidianidad diaria de la vida, en específico del transporte público, hay algo que me molesta sobremanera.

Hace sólo unos días me pasó que yo había tenido un día largo y tedioso, los párpados se me caían del cansancio y mis pies latían agotados.

En el metro, suelo ceder el asiento o, mejor aún, comúnmente me voy parado, pensando en mi cabeza que muchos pueden necesitar ese asiento más que yo.

Pero ese día que yo no quería más guerra, los asientos estaban todos ocupados y, si bien es cierto que había vagones llenos, donde iba yo sobraba espacio.

Y me senté, en el suelo, como suelen hacer los universitarios y escolares.

En Universidad Católica se subió una anciana de esas que se creen con autoridad moral sobre ti, que me empezó a mirar feo como si yo le obstaculizara su comodidad.

La verdad es que yo a ella no le interrumpía en nada de nada, como mucho su espacio visual. Me comenzó a mirar distante primero, como enjuiciándome, para luego acercarse voluntariamente y molestar con su trasero arrugado mi rostro derrotado por la rutina.

Yo, obvio me enojé y lejos de pararme como quisiera la veterana, me quedé sentado y hasta estiré mis pies para demostrarle que si de molestar se trataba, yo podía más.

Se bajó en Los Leones y el trayecto fue un constante desafío, como una batalla entre dos contrincantes que no desean perder terreno.

Antes, hubo un estudiante que viendo mi situación tomó cartas en el asunto y se sentó a mi lado, mientras mirábamos cómplices la rabia estúpida de ella.

¿Cuál es la idea, si no le estás haciendo nada a nadie, molestar de esa manera? ¿Tan aburrida es la vida de esos pobres entes en pena que ya la único que hacen es joder?
Ojo, aquí no generalizo a todos los de la tercera edad, pongo en este saco a ese específico grupo de viejas solitarias que, como ya no saben que más hacer, se dedican a impacientar a otros.

Y ayer me pasó algo similar, iba en la micro llena y se sube una de estas viejas, atraviesa la micro como si hubiese que ponerle una alfombra roja, descarada, avasalladora.

Esas arrugas andantes malintencionadas son lejos lo que más me molesta de la rutina, aún más que las largas caminatas o las eternas esperas.

4/11/2006

Rugir del clima

Mi hermano se asomó por la ventana sin previo aviso.
Tenía el rostro con la almohada marcada en sus mejillas y los ojos somnolientos hinchados como burbujas por las horas ya gastadas en la cama, roncando. Parecía que se había despertado al escuchar los gritos del firmamento o, también era probable, que en busca de algún bocadillo nocturno, pudo observar por la ventana la penetrante luz de rayos que no permitían la existencia de sombras.
El cielo aparentaba enojo, o peor aún, daba la sensación de que estaba enfurecido, cansado tal vez de la injusta convivencia con el hombre.
Desde los límites mismos que alcanzaba mi vista, caían a las piedras temerosas haces de intensa luz, que, a pesar de su mal carácter, no escondían la delicada, pero potente presencia de rayos desordenados que te hacían tiritar de la sorpresa cada vez que el reflejo se topaba con mis impresionados ojos.
Uno a uno, como si fueron individuos, pero participantes de un grupo común, caían a nuestro alrededor, humillando nuestra pequeñez y alabando su propia grandeza con placer exquisito.
A momentos se dejaban caer gotas transparentes, efímeras y caprichosas, mientras desaparecían como un camaleón en mares para hormigas.
Ante todo, el estruendo no cesaba, sólo se tomaba intervalos para respirar y luego continuaba imponiendo su grito silencioso. Segundos antes, las escaleras brillantes que caían se repartían con aparente azar los rostros que atentos buscaban ser sorprendidos.
- ¿Te despertó la tormenta? – le pregunté de espaldas sin querer mirar de nuevo esa cara de ejemplar cansancio.
Asintió, con un tono bajo y desanimado, pero claramente entendible. Volteó su cabeza con el fin de encontrar el ruido sospechoso y molesto que no le permitió dormir, pero una de las mencionadas formas de escalinatas blancas resplandeció con potente personalidad, regalando un espectáculo tan asombroso que cualquiera dudaba si abandonarlo o no.
Cuando se le aclaró el rostro fue suficiente emoción y comprendió, dejándose llevar, el poder superlativo de la naturaleza.
La silla que descansaba tranquila a mi lado fue recogida por su brazo regordete y torpe. Se sentó, trató de concentrar sus sentidos y, cruzando las piernas, trató de acomodar su trasero insatisfecho.
Sólo se levantó motivado por el deseo de volver a dormir cuando el último grito lejano resonó detrás de nuestros oídos.
El paño oscuro y callado, retocado de puntos iluminados, fue un inesperado consejo, que, con los párpados agotados gustoso tomé para ir a soñar, en preferencia, la recreación del espectáculo vivido.