9/25/2012

De catástrofe a anécdota, más de un paso

Las ocasiones memorables son una oportunidad para comprender esas pequeñas cosas que hacen la diferencia en la vida, y el cómo esos detalles repercuten en todo lo que vendrá después.
Por supuesto, estos momentos memorables suelen estar acompañados de una circunstancia propicia que antecede ese particular segundo congelado.
13 de septiembre de 2012, una fecha que nunca olvidaré. En parte porque es el cumpleaños de uno de mis hermanos, valor que se suma al adquirido desde hoy tras una historia de aeropuerto nada de agradable en un inicio, que se transformó en sus términos, en una intensa anécdota.
Este año, celebramos al hermano antes mencionado como una coyuntura especial. Era relevante porque en el clan teníamos la misión de aguantar contra viento y marea hasta las 3 de la madrugada, hora que nos pasaba a buscar el transfer para ir al aeropuerto. Esa connotación planteaba un desafío más allá de la hora en sí, era más bien el saber que se venían largas horas de aburrida y ansiosa espera, extenso tiempo que pasa como uno de letargo automático, de miradas al techo, observaciones a los personajes singulares y recorridos simbólicos a pie bajo la estructura de un gran edificio. Esos si son minutos para muchos desperdiciados, para otros significan la despedida de la rutina y el abrazo a la antesala de un nuevo viaje. Todo eso es lo normal, esta vez no sería así.
Transfer, autopista, cansancio y aeropuerto, maletas, tediosa cola por registro y el cruce límite, el de la policía, muy susceptible.
Me tocó en la ventanilla 11. Era a mi derecha y estaba sólo a dos metros del punto de espera demarcada con una línea amarilla. Dos metros que en ese instante y sin saberlo, me separaban de una nueva aventura.
Bastó menos de un minuto con los documentos en sus manos para que el ejecutivo me demostrara con un rostro de desaprobación que algo no estaba bien conmigo. Cerró con pestillo el cubículo y dirigiéndome con ademanes me indicó un mesón de atención de jerarquía superior y resoluciones generales. Ahí estaba yo, aún con cierta ingenuidad mirando de frente una catástrofe que se veía inevitable.
Así, me comienzan a contar la razón del problema. Hablan de orden de arraigo y detención. Se me puso la mente en blanco por la sorpresa, pero exaltado alegué mi inocencia -de la que estaba seguro-, apelando a mi buen comportamiento, mi, mi mi nada. La verdad, es que no es un mi, sino justamente lo contrario, el recurso de mi no culpa. La sentencia melodramática al civil equivocado.
Análisis: cuadrados, como solo ese tipo de gente entrenada para eso puede ser. Es frustrante, no entienden argumentos, solo entienden sobre orden, el mensaje que les da la pantalla –el desactualizado sistema interno- y el funcionamiento irrestricto del primitivo protocolo.
En eso llegó mi padre, quien lamentaba la situación con un buen carácter que se sumaba a ese peculiar manejo que los chilenos corrientes han aprehendido a utilizar con las autoridades uniformadas. El estado de ambos era de una especie de shock liviano, sin saber bien las consecuencias y en mi caso, evitando la reacción correcta a la injusticia que sucedía. Yo insistí, apelé a mi no culpabilidad de los hechos que se me imputaban, pero la respuesta que adoptaban y que se hacía repetida, era que el computador mostraba orden de arraigo, siendo eso lo único visible para las frías autoridades.
Así que opté por lo sano y apuré la única solución viable; comunicarse con el tribunal que había dado la orden para poder proceder, verificar que sucedía y oficializar el error indolente para con los afectados de estas instituciones tan alabadas por los mediocres políticos de la actualidad.
En el camino, desde aquel módulo hasta la sencilla puerta que marca el territorio de la temida PDI, el trato amable que se me prestó en un comienzo cambió. De ser pasajero o cliente, era de una, tras sólo cruzar un umbral y sin mayor discusión, un delincuente buscado por la justicia y tratado como tal.
Bajamos entonces a la oficina escondida entre turistas y el ejecutivo me dejó en un tipo de calabozo –en el lenguaje presidario-, el más decente de los que he estado, pero eso no debería decir mucho tampoco. En él, una frazada gruesa de esas chilotas del sur estaban sobre las sillas, asientos que eran como esos que ocupan en las consultas de hospitales, pero sin el acolchado final, o sea, sillas de fierro infeliz, por supuesto, todo sucio e incómodo.
La celda en sí tenía bastante de especial. Era de esas como de películas de misterio e investigaciones, donde hay un gran vidrio que permite a los que están en el exterior poder ver al interior pero no al revés, sin embargo, en este lugar -y fue lo primero que me llamo la atención- no era una oficina como la de los manuales. El vidrio en cuestión no existía, el gran recuadro era una simple abertura, un hueco que marcaba la huella de un posible destrozo anterior, accidentes que cuando se reparan en estos casos es siempre años, muchos años después del suceso.
Volvamos. Mi rabia consumía todo mi ser. Sin nada más que furia en los ojos y violencia en el tono me dispuse a responder mis datos básicos a un visitante en mi limitado territorio de cemento. Datos que no entiendo del todo el pedido, pues ya los tenían. Menciono esto porque esos datos me los pidieron varias veces. Entonces o estos tipos no registran o son idiotas o lo que me parece más apropiado, una mezcolanza de esas características invirtuosas.
Se cerró la puerta, nuevos largos minutos y se volvió a abrir. Esta vez era un administrativo de la PDI que con calma y trato neutral me explicó porque yo estaba ahí y que estaba sucediendo. No era la primera vez que me exponían esa información, pero sólo esa persona tuvo el tacto para comunicarse de manera correcta. Era la cuarta vez que escuchaba lo mismo y me pareció que hubo unas cuantas más después. Antes de que el tipo me dejara solo en las paredes desgraciadas yo comenté que los demandaría, aquejado por una involuntaria responsabilidad delictual. Me negaba a aceptar que aún me pasara esto, luego de enmendar mi error con todas las acciones que estipula la ley. Uno como ciudadano responde, pero el sistema no, una paradoja bañada de utopía social y política.
Antes de irse, el administrativo capcioso me pidió repetir lo que había dicho. No dudé en reiterar mi mensaje, esta vez más fuerte y con la voz más seca. El administrativo giró su espalda y me tiró esa clásica mirada de policía que tiene el control, cosa muy negativa para el que está en el otro lado y la recibe. A continuación agregué que no era una amenaza, pequeño desliz de criterio que superado  me pedía tranquilidad y respiraciones más hondas. Pero no era solo un desliz, yo en realidad pensaba en atravesar el recuadro de material inexistente y huir motivado por mi inocencia incomprendida deseando no solo amenazar a los que me tenían cautivo; quería dañarlos y perjudicarlos como sentía que me lo estaban haciendo a mí y a los míos. El sello emocional de la V de Vendetta convertía en cenizas mi mínima tranquilidad.
La puerta nuevamente se destapó de par en par y esta vez era el primer ejecutivo quien la traspasaba. El primero en fijar una anomalía, que arriba y apenas antes del embarque, había detenido mi camino hacia los cielos. Venía con una libreta de bordes celestes y estaba ahí para quitarme todos mis objetos de valor; celular, billetera con 43 mil pesos en efectivo y varias tarjetas inservibles, cinturón y ridículamente, los cordones de mis zapatillas, con la ironía que esas potenciales correas de la muerte son justamente para no utilizarlos como armamento, ya sea ahorcando a otros o a uno mismo, medida que se entiende de buena manera si nos hallamos en cárceles o encierros graves, pero acá con el rectángulo de la abertura como describí y a vista de todo aquel que  estuviera en ese espacio, era un pedido, en sencillo, estúpido. Pero bueno, para eso están los protocolos, para que los mortales los respetemos y algunos tiranos se los metan por la raja, pero ese es otro tema que evitaremos esta vez.
Ya era todo un reo de tomo y lomo y yo sabiendo que era un error. Mi cara de odio debe haber sido insoportable para quienes me custodiaban o mejor dicho, trabajaban ahí. Y si, no era rabia en realidad, era pura densa furia concentrada, de esa que no se actúa, de esa que uno no se conoce a si mismo porque nunca en un momento así se ha mirado a un espejo.
En eso, entra un oficial femenino. Otra administrativa de las oficinas de la PDI. Una conciliadora mujer de unos 120 kilos que casi tiernamente me repitió mi situación.
Por primera vez en todo el caos ella se comunicó conmigo con respeto humanitario, con el equilibro en palabras y tonos, con la omisión del marcado flujo de autoridad que deseosos los que la ostentan denotan al prójimo.
No me calmé, pero cuando se cerró la puerta esa última vez asumí en plenitud lo que pasaba y las consecuencias posibles. Chao al viaje familiar, chao a mi querido 18, chao al pasaje, a la aventura y al Perú. Chao al placer de conocer y bienvenidas repercusiones que colateralmente -como una estela- les dejaba a quienes me acompañaban. Sólo cuando hice esa reflexión mi respiración se calmó y ese hielo interno de insuperable frustración se quedó como un iceberg en mi metabolismo.
Entonces, filtradas por el hoyo en la estructura del encierro, escucho la palabra hermano y abogado. Katia, la de los redondos 120 kilos simpáticos, me decía que un hermano mío la llamaba y que había gestionado un abogado. Supe al instante que hermano y que abogado se hacían actores de la teleserie, aunque sinceramente, obtuso me dije a mí mismo: “que mierda, las cartas ya están sobre la mesa”.
El abogado volvió a llamar y tras unos minutos lo hizo una tercera vez. En paralelo a su primera llamada, más gente llegó a las oficinas y más pasos daban cuenta de un movimiento en alza. En poco, vi cuatro caras nuevas. Eran de 4 detectives tipo, vestidos de terno con una corbata purpura más fea que ellos mismos, pero en fin, el rango se notaba.
Así llama de nuevo mi hermano. Avisa que repetirá y que bajará a las oficinas de las negligentes injusticias.
Según él, baja para calmarme, para repetirme por enésima vez el tema de la situación en la que estaba y las opciones posibles. Para mí, su venida era un sin sentido alejado de conseguir su objetivo; mientras más te piden calma es cuando menos la consiguen. Al concluir de hablar y tras marcharse, me sacaron de la penca y fría ratonera y me permitieron el “privilegio” de sentarme frente a los escritorios, como un ciudadano común o un pasajero en problemas, ya no como un delincuente.
Al rato se me acercó el administrativo, ya a estas alturas un viejo conocido de mi hostilidad. Esta vez cambió el tono y me aseguró que junto a su equipo de detectives estaba viendo mi caso con suma prioridad. En ese diálogo por primera vez se me reconocía, sin decirlo directamente, el error cometido, aun cuando por el ya vilipendiado protocolo no me podían liberar hasta una prueba de ordenanza oficial que llegara desde tribunales.
Los minutos pasaban, en la tele –que a todo esto estaba justo dando la espalda al recuadro de la nada para mayor molestia y discriminación del encerrado- pasaban las noticias matinales, con el nunca bien ponderado reloj en la esquina derecha, instrumento digital que me avisaba como un temporizador que se acababan mis minutos, que por inconmensurable que fuera gracias a un repetido error -ya he sabido de varios casos similares- de unos funcionarios que ganan el triple que uno, yo me perdía el viaje, y de pasada, les causaba una profunda tristeza y otros varios sentimientos más complejos y ambiguos en sus mentes y corazones a quienes viajaban conmigo.
Hasta que aparece el administrativo. En esos momentos yo caminaba inquieto sin poder controlar mi control. Lo vi, a unos 10 metros de mis ojos, que se acercaba con la cara hacia abajo. Puede que sea subjetivo, pero para mí el gesto reflejaba notoria, o por lo menos, cierta demostración de vergüenza.
Me contó con un mal simulado entusiasmo que un fiscal había confirmado mi versión y el tribunal corroboraba lo mismo. Habían conseguido hablar con esas personas gracias a celulares -creo que posiblemente gracias a contactos personales-  por lo menos el del fiscal y contraparte detectivesca. Comprendí que ahí hubo una gestión, un favor, una acción para la solución como no había pasado durante toda esa larga noche. El temporizador matinal seguía corriendo y mi alegría se condicionó un poco cuando el mismo administrativo me contó que sólo faltaba que llegaran documentos oficiales para que actuaran como pruebas de las conversaciones telefónicas.
A esas alturas, mi estado se resumía en una etiqueta de poca aplicabilidad tradicional en este tipo de contextos, pero que esta vez enmarca con precisión mi estado: midiendo las expectativas y lleno de esperanzas, una de las eternas dicotomías de nuestro existir. En el contexto; resolviendo, pero quedándome abajo.
Mientras me sujetaba la cabeza luchando conmigo mismo, Katia me dice sonriente y con presente alegría que me devolvería mis cosas para apurar el trámite. Mis ojos se avivaron, por fin el camino se despejaba y tras firmar papeles que nunca debieron ser rellenados me entregaron todos mis objetos de valor -como ellos les dicen- aunque ni idea ni lógica hay en que el cinturón o los cordones pueden estar en esa categoría. Llamé a mi hermano y le conté la noticia, al parecer, podría abordar después del lento y tortuoso sufrimiento.
Yo no me confiaba y mi interés se concentraba en el temporizador que corría lento pero seguro. Los números se sucedían y yo no veía resoluciones concretas. Ante cierta desesperación de mi parte que hice explícita, Katia intentó tranquilizarme diciéndome que no me preocupara, que estaba  segura de mi liberación y que en el peor de los casos tendría que tomar otro vuelo y juntarme con mi familia en Cuzco –nuestro destino-. Aunque lo decía amigablemente mi pensamiento mezquino fue "en Cuzco me gustaría verte a ti #$%&%$#$%&!!!".
En eso, apareció mi hermano y cuando juntos nos tragábamos la positiva evolución en el panorama apareció el administro con cierta tensión de corto plazo a decirme que estaba todo ok.
Buen grito a la vida y buen abrazo fraternal.
Mi hermano subió por otro camino mientras yo corría con Katia y sus 120 kilos para alcanzar a llegar al andén: solo faltaban dos minutos según el reloj de mi celular. Corrí acompañando a la mujer por todo el aeropuerto como si fuera el protagonista de una tonta comedia,  pero con una marcada sonrisa demostraba estar feliz de lo que estaba pasando, una sonrisa distinta, la sonrisa en el shock, la sonrisa en la emoción.
Mi corazón latía con bravura y exaltación cuando llegué por fin a la puerta del andén correspondiente. Ahí me esperaba mi familia reclutados en la alegría del desenlace, rescatados de un pozo profundo muy oscuro, despertando con voluntad a la realidad del alivio.
Besos, abrazos, algunos llantos y otras cosas, pero eso a ti, como lector, ya no te corresponde.
Ahora escribo desde esos miles de metros sobre el cielo de los que casi me privan, para decir que este memorable momento, es una especial ocasión y una oportunidad de abrir los ojos valorando lo mucho, mucho, que cada uno debe reflexionar para sí mismo.

Al llegar al aeropuerto

7/19/2012

Crónicas de chaquetas


Mi madre siempre me ha considerado un fanático de las chaquetas. Y la verdad es que no se equivoca. Puedo tener 20 chaquetas y un pantalón. O andar con los calchunchos rotos, pero los hombros con telas nuevas sobre ellos.
Así, el otro día estaba pensando en las chaquetas que me han marcado a lo largo de mi vida. Tomando desde mis noveles 15 hasta mis 28 actuales han pasado, sin exagerar, por lo menos 200 chaquetas por mis closets. De ellas, muchas desapercibidas; fueron de esos regalos que uno encuentra lindos, pero nunca se pone o esas compras victimas de la seducción en un mercado innecesario que nos tienta. Como sea, realicé un Top Ten de esa lista con un análisis implícito: cada una es referente a un momento de mi vida, un espejo de mis inseguridades y confianzas, de mis preocupaciones y relaciones sociales. Muchas son las primeras en algo o en alguna visión de la vida adoptada.
Por lo anterior, no sólo es la lista, sino más una reseña a cada una de esas prendas memorables, esos pocas cosas –objetos- a los que les tengo cariño verdadero y nostalgia periódica.

Por orden cronológico aproximado, ya que no me acuerdo los años exactos, si más o menos el momento, sin ninguna rigurosidad.

Misma onda.
1.- La primera, como no, es la chaqueta del génesis, la que comienza con este gusto ropero: la famosa Mc Fly. La Mc Fly es una chaqueta poleron vintage típica de los 80’s y 90’s. Yo la tuve en mi closet como un año (1999-2000), pero pasó por el armario de por lo menos 8 amigos más. Era simplemente mística, nadie sabía muy bien por que, ni por que generaba tanta atracción. Imagino que debe haber sido por dos motivos: uno) era heredada del hermano grande de Ismael, un compadre que era muy indiferente en esa época y marcaba el estilo de “soy rebelde”. La dos), era la cantidad de éxitos amorosos de los que esta maravilla fue protagonista. En lo personal, me acerco más a la dos, sin embargo, no hay que dejar de lado que en esa época nuestros referentes eran nuestros hermanos, por lo que de alguna manera, también imponían nuestra moda. A todo esto, la chaqueta en el camino se deshilachó, se manchó y se le rompió el cierre y bolsillos, pero según cuenta la mitología sólo murió hace pocos años y su último usuario no fue nadie más que el hermano más chico del dueño original. Una leyenda del estilo adolescente de esos años.

Esta es bastante similar.
2.- La segunda tiene procedencia en el mismo hermano mayor del amigo y aún la tengo, esperando un nuevo momento que la haga especial. Es una chaqueta que ya llevaba sus buenos años guardada cuando la rescaté de la oscuridad. Es de cuero negro excelente calidad y corte 3/4. Al principio la usé para una fiesta de disfraces, pero me encantó y no me la saqué durante un buen tiempo, marcando tendencia en chaquetas de cuero ya que fue mucho antes de que todos las comenzaran a usar y, de pasada, contaba con el valor agregado que es otro corte  de confección que los típicos. No digo que marqué la moda ni nada así, simplemente yo fui uno de los tantos pioneros de nuestra generación que escaparon de la moda tipo. Obvio, vanguardia para nuestros pares, ya que el cuero es el elemento maestro en abrigo históricamente hablando. En esa época (2000 – 2003) comencé a desarrollar mi fanatismo por el rockanroll, por lo que la chaqueta me hacía sentir original y rudo. Además, tenía un aire Matrix, película de culto y que en esa fecha era simplemente la Biblia de muchos, en los que me incluyo. Por otro lado, esos años fueron además los que empecé a escribir más y en serio, lo que la relaciona con el nacimiento y desarrollo de un espíritu más underground y bohemio, círculos en los que quería puro entrar y por supuesto, pertenecer. el club de los rebeldes sin causa.

Corte identico, desgaste no.
3.- La tercera es probablemente la chaqueta que más he usado y más me ha gustado en mi vida. Era una chaqueta de jeans añejo, con un corte ochentero (más corta en la cintura) y forrada con chiporro del original de oveja, muy grueso. Era marca Levis, la primera prenda que tuve de esa marca y eso me causaba una sensación de alineamiento juvenil (mi madre me compró todo en Patronato hasta como los 13 cuando recién comencé a elegir y cambió esos barrios por Falabella). La compré en una ropa usada, ya debía haber tenido varios años encima, el jeans estaba gastado (casi blanco), pero tenía todos sus botones y se encontraba en perfectas condiciones. Esa chaqueta consolidaba mi gusto por el rock, pero con un estilo entre Grunge y Glam, - ya se marcaba una tendencia más que el uso per sé- . 
Con esa chaqueta me sentía el más bacán, así no más. Era como si me diera confianza automática al usarla. Le di como caja desde el 2001 hasta el 2008, quizás más, cuando derrotada ya estaba deshilachada entera. Los hilos colgaban de todas partes, yo crecí un poco también y entre todo ese desgaste caché que había que abandonarla. No la regalé ni nada de eso. Le hice un funeral y lamenté su deceso. Tuve mucha pena durante un tiempo, hasta que lo superé. No fue fácil, y eso hasta congeló un poco mi búsqueda del abrigo ideal.

4.- La siguiente está en esta lista más que nada por su fidelidad. Es una chaqueta de cotele muy clásica y sin nada de especial. La adquirí el 2001 y hasta el día de hoy la uso eventualmente. Es esa típica cosa que uno se puede poner para salvar cualquier ocasión. Abriga lo suficiente, se ve más o menos bien y está en perfecto estado. Es la polifuncional que todos deben tener en el equipo y que sin sobresalir, destaca por su regularidad. Tiene además una connotación familiar bien potente ya que la compré con mi madre y en general, incluso desde recién adquirida, ha estado distante de carretes. Es precisa para los domingos y para ir a tomarse un helado tranquilo. Actualmente, reside en Puerto Varas, donde es usada cada vez que voy.

Era perfecta.
5.- La chaqueta que viene a continuación es la que menos duró en mi poder de las diez. En un viaje a Argentina allá por el 2004, todos en mi familia nos mandamos a hacer chaquetas de cuero. Elegíamos el modelo y nos tomaban las medidas. Era lo máximo aspirable a una chaqueta de este tipo. La mía me dejó loco, era todo mi gusto, me daba un perfil más adulto y definitivamente quedaba perfecta. Hasta que un día, uno o dos meses después, me la pelaron magistralmente en una fiesta. No hice nada para que eso sucediera, la tenía a mis pies mientras bailaba y en un despiste no la vi más. La fiesta en cuestión era de un amigo y al finalizar muy enojado y buscando venganza me hice de dos chaquetas para reemplazar la mía. Como es lógico, ninguna reemplazó nada, ni estuvo ni cerca, y pasaron sin pena ni gloria de mis manos a otras cualquiera. Fue el robo sufrido que más me ha marcado, me enseñó a no soltar nada y a estar con la vista atento de toda posesión que se encuentre conmigo. 

Muy parecida.
6.- Esta chaqueta era muy regalona desde 2008 hasta no me acuerdo su final. Era de un corte similar a la de jeans ochentera, pero de un cuero falso y con características tipo aviador, con cuello y muñecas forradas por el exterior. Aun me acuerdo que me costó 5 mil pesos y eso me tenía saltando en una pata cada vez que me la ponía. Me sentía orgullo de tener gustos tan baratos y de poder vestirme sin gastar muchas lucas. Esta chaqueta sería el hito que le da un puntapié inicial a mi perfil de consumidor buscador de ofertas, actitud comercial que todavía me representa. Además, con ella estuve en el cumpleaños que más me ha gustado y por ello también tiene ciertas connotaciones que elevan su categoría.

7.- Esta es la primera parka del listado. Era una parka Rescue, para la lluvia, nieve, muy abrigada. Me gustaba harto, tenía detalles por todos lados y me sentía un profesional del frío. Pasó a mis manos el 2009 tras un préstamo sin retorno estipulado que le solicité a mi hermano, que apenas la apreciaba. Me acompañó hasta el 2010 hasta que su dueño la recuperó. Nunca se la he visto puesta. Esta fue también la primera parka que empecé a ocupar para salir, ya que antes las tenía limitadas sólo a condiciones extremas en casos especiales. Fue una buena solución a mis fríos permanentes.

Idéntica.
8.- Después vino un regalo de mi padre que llegó a reemplazar a otra. Era una parka Lippi de plumas. La primera tenida outdoor relativamente pro que tuve y que vino a reemplazar una de estas parkas baratas de multitienda que aunque salvan, pesan y ocupan mucho espacio. En cambio la Lippi era suave, liviana, se comprimía a lo mínimo y abrigaba mucho. La heredé cuando viví en el sure, por lo que apañó mucho en esos tiempos y cumplió a cabalidad con sus exigencias. El problema fue que ya estaba desgastada y tras tenerla unos 6 meses se me rajó un brazo sin darme cuenta. Luego la tuve otros 5 meses con el hoyo tapado con huincha aisladora inventando un parche en forma de X. Excelente arreglo, por cierto, hasta que fue suficiente y decidí reemplazarla por una igual, pero Doite que actualmente uso.

 
Regalona actual.
9.- Después de tanto cuero, quería más. Me faltaba una chaqueta negra más rockera que me hiciera eco a mis gustos y preferencias. La busqué por mucho tiempo, en muchos lados, hasta que un día encontré a la que era.
- Sí, esta es, pensé en ese minuto.
La tienda era de esos boliches únicos, que apenas caben 2 personas adentro y donde todo esta encima de algo o tapando algo. Me atendió un metalero trasher clásico muy buena onda y nos quedamos como una hora conversando. La tengo y sigue siendo una regalona, y definitivamente de las que me pongo es la que creo me sienta mejor, aunque eso es contrariado por mi círculo que muchas veces ha emitido comentarios individuales como que me queda grande o cosas así, estupideces ingenuas de la gente. Esta es la chaqueta que toda persona que se crea medianamente rockero debe tener si o si, es la infaltable, es la de los conciertos, la del carretes en barrios peligrosos, la de carretes vieja escuela. 

Yo la veo igual.
10.- Por último, tenemos el primer cortavientos del listado. Es una chaqueta Lippi, de esas ultra tecnológicas. Representa mi primera compra con holgura y sin obstáculos presupuestarios. También fue conmigo a las Torres del Paine, viaje reciente que me airió después de muchas tensiones laborales y sobreviviencia financiera. Además, es el icono de una nueva veta en mi closet por ropas técnicas, donde se prioriza la calidad y comodidad y el estilo cede un poco. Aunque claro, cuando me la pongo me siento altiro que estoy en condiciones extremas, aguantando e imaginando adversidad inexistente. Ya tiene 2 años y fuera del cierre que falló al par de meses de tenerla, el resto se mantiene realmente como nueva, ni un desgaste, aunque nunca he podido encontrar la tienda perdida que supongo estará en algún barrio de Providencia, Ñuñoa o el centro.




2/01/2012

Aquel don Rodrigo

Voy a hacer uso de este espacio para contar, ya que no se le conoce. Probablemente tu tampoco...aún.

Este es un tipo pierna larga y delgada, con el estómago flácido. Un rubio de ojos azules que gusta de ropa ajustada. Casi un galán. Pero ahí se queda ya que a este tipo lo he visto hacer cada estupidez innombrable, aunque no se puede descartar que su cualidad sea un profundo afrodisíaco para el sexo opuesto.
Sin ir más lejos, en la celebración del último año nuevo y tras repartirse aderezos en sus pezones con llagas producto de sus rutinas, quiso refrescarse en la piscina y en un salto mal calculado, con una toalla enrollada a la cintura cayó directo con el rostro en el borde. Sólo la punta de los dedos rosó el agua en un principio. Luego, arrastrando su humanidad, cayó hacia el transparente elemento.
Pero eso no es nada divertido comparado a cuando en una concurrida y exclusiva playa del litoral central mi comprade convenció al salvavidas que le prestara su megáfono y se paseó por la arena buscando un personaje inexistente y vociferando nombres de amigos y sus detalles secretos. O cuando organizamos una fiesta masiva en un Centro de Eventos y el estimado, en ese momento de barman, atendió con una particular polera femenina de un rojo intenso que terminaba centimetros arriba del ombligo.
Pero por supuesto, no acabaría ahí. El tipo flacucho éste animó varias veces eventos de su universidad. En uno de esos eventos estaba en pleno concurso ofreciendo como regalo merchandasing de auspiciadores a cambio de prendas y algún eventual desnudo. En tierra, a los participantes hubo que filtrarlos maximizando recursos y recurriendo a capital humano ajeno. Ellas no se quedaron atrás y subían gritando en un estado de euforia chillona.
El animador, emocionado por la respuesta del público y el frenesí en el ambiente se sacó él la ropa, bailó con una de las mujeres arriba de la tarima y se premió a él mismo. Y merecido tuvo la honorable distinción, nadie lo puede negar, fue simplemente el mejor del día. Ante la felicidad a borbotones que emanaba de su ser transpirado decidió seguir animando sólo con sus boxer de Los Simpsons. Que sólo valga mención, le quedaban chicos y más de un hoyo acumulaban.
Definitivamente no eran suficientes a vista de algunos.
Todo lo anterior sería aún exiguo. En una despedida de solteros en Mendoza, este rubio maldaoso se subió al escenario en la discotec. A los 20 minutos tenía a la gente riendo a carcajadas, no bailando. Los argentinos inteligentes lo dejan arriba de la tarima felices. Interectuaba con el público y se reía contagiando. Los dueños del lugar al final le pidieron sus datos de contacto. Querían tenerlo de nuevo entre ellos. Nada importaba bailar, si todos gozaban riendo.
Un hito en mi memoria. Un recuerdo inolvidable. Y una estampa de un humorista innato, que dicho sea de paso, es familiar indirecto de un legendario en la materia.

Bella sorpresa en un finde de excesos

El jueves fue de celebración. A las siete de la tarde ya me encontraba junto a los gordos extremistas para darle soltura al asunto y sobretodo, felicidad a la fiesta.
El festejo era el cumpleaños y la titulación de la hermana de Aquel, uno de los comensales. Era una situación poco común la presencia de tan variados integrantes. A pesar de eso, las conversaciones surgían de forma natural de una punta a la otra y lentamente, las levantadas de silla -que incluían un leve movimiento de trasero- se hacían más habituales.
Si, eso comenzó a las siete. Imaginen a las once. O mejor, a las 12.
La verdad es que era lo mismo sólo que con un volumen más alto –gritos-, más cercanía e intimidad entre las personas, y por supuesto, bailes improvisados más largos, recurrentes y ahora con coqueteos inocentes.
Como es tradición, se nos vence la hora de entrada gratuita al local del trasnoche elegido y nos quedamos vaso en mano repitiendo, o mejor dicho, cantando las crónicas de una partida ineludible que se atrasa siempre por lo mismo: la última.
Ese término es de una ambigüedad radical en contextos sociales. En la noche, la última parece referirse a un estado intermedio de continuación entre rellenos. Vamos a dejar eso aparte porque más allá del análisis lingüístico al concepto, lo que me interesa destacar acá es que si a las doce era la última, a las una y treinta ya llevaba un par más y mi vaso cambió del vidrio al plástico para que la última simplemente no existiera.
Contar todo lo que vino a continuación podría ser una historia detallada del clásico santiaguino: grupo grande junto, llegamos a la bailanda como le dicen los argentinos y hay un tráfico kilométrico. Logramos entrar previo desembolso no menor que a mi parecer es un abuso para ingresar y que además esté más lleno que metro chino. El primer destino al interior es la barra, acto que prosigue que un largo espacio de quieta observación y análisis entre hombres. Luego, baile, risas, trensitos y limbos varios hasta que sin mirar el reloj se prenden luces blancas que avisan que ya fue suficiente.
El viernes tuve reunión a las 11 am. Fue de esas mañanas en las que el sol lo sientes como un adversario y lo que más quieres es algo imposible de conseguir: una sensación de simple no malestar. Una utopía.
El día continuó normal enfrente del computador hasta pasadas las dos pm. A esa altura y con el objetivo cumplido era suficiente para tirar la toalla laboral y rogarle a mi cuerpo armonía.
Hasta las seis estuve en un placentero reposo absoluto medicinal. Esforzándome por respiraciones profundas y una búsqueda de relajación conocida. Esas horas avanzaron sin sobresaltos, pero lo mejor fue un alivio progresivo e ingreso de energías que habían estado agotadas.
Partí caminando hacia el cumpleaños de la señora de un amigo. Y esto es escasamente habitual dentro de lo que ha significado la transformación entre la juventud y seres adultos y responsables. Una tertulia amena, un par de completos italianos directo a mi estómago alegón y un abanico de temas más serios que la noche anterior. Incluyó el notable saludo del bebé –una cosa hermosa de pocos centímetros y más cachetes que el Kiko- y unas buenas anécdotas del mencionado Aquel.

Esta vez, no había últimas y a las doce ya estábamos en el auto camino a otro cumpleaños, de hecho, el mismo motivo que la noche del jueves nos reunió para brindar por la hermana de Aquel. Como dijo el engrupido tipo Arjona un par de tequilas y veremos que es lo que pasa tras tomar unos seis shots del tequila más rico y fino de México según el clásico colonista chileno repartido por el mundo -aunque en este caso mujer; la tía de Aquel.
Entre todo esto, incluso entre la tertulia primero y el jolgorio posterior, al estimado Aquel se le ocurre -quizás obligado por su propia desorganización- rogar con llantos falsos y propuestas indecentes que lo parcharan en su entretenida labor de sábados por la mañana. Tras exigirle un intento por explotar todo potenciales reemplazantes tuve que ceder ante la presión de mi mente y sus mensajes de compañerismo y lealtad infinita para al final corresponder a la solicitud con más desánimo que interés, pero con una sonrisa que se instalaba en mis labios resecos ante una sensación de hacer lo correcto. El triunfo del bien sobre el mal. Maldita buenaventura pensaba.
Tampoco describiré lo sucedido en la casa de Aquel, paradójicamente el templo de la locura y la diversión de la familia que denominaré de aquellos.
Al día siguiente, veinte para las diez de la mañana mi celular comienza a sonar. El sonido se me hace fuerte e intenso, así que tratando de evitar lo inevitable lo dejo debajo de las almohadas y espero que suene un miserable rato para contestar.
Sigo dormido. Esa primera comunicación telefónica me daba un aviso que era muy negativo pero que yo egoístamente deseaba. La polola de Aquel se preocupaba del matrimonio de su amiga lejos de la capital y que su pololo -al parecer- se había quedado dormido.
Pero Aquel no falla en eso. En ese inclemente despertar se me había olvidado.
Así que minutos antes de las 10 ya estoy con Aquel camino a una mañana que a pesar del sufrimiento que significó fue una gran y por cierto, bella sorpresa.
Llegamos, saludamos, compramos, preparamos y se despide. Todo era esperable en esas acciones, menos, menos, la presencia de una delgada anfitriona de espontánea sonrisa amplia.
Sin embargo, como es común la vida enseña. Es un manual de ella misma mientras que la experimentas ya que ahí me veía yo, casi esperando que la lindura del hall fuera la típica promotora experta en maquillaje de las que me da vergüenza ajena conocer y me producen rechazo rotundo.
Pero mi prejuicio estaba más que equivocado. Mi error era un ejemplo de mi estupidez propia al caer en las nunca bien ponderadas generalizaciones.
Lejos, muy lejos de ser una autómata, ella tenía un especial tatuaje en la espalda, sus posturas muchas veces eran más de una niña ingenua antes que de una modelo y su risa era tan recurrente como natural.
Después se aumenta de nivel y sus opiniones son coherentes, sus aristas tienen colores personales y sus respuestas son transparentes y de una sencillez maravillosa. A esa altura, ya me fijaba con concentrada sutileza en sus preciosas e interminables pestañas mientras ella hablaba y yo intentaba investigarla para poder leerla. Muy lamentable mi estado convaleciente, torpe como un niño terremoto y en las consecuencias de una representación de mi lado trivial de vida nocturna del alcohol y la jarana.
Gracias a ella toda esa mañana se disfrutó y eso como dicen los cordiales se agradece. Hasta que le pido el nombre completo para buscarla más adelante, hasta ese momento era como las noventeras La Vicky y la Gaby comentando “que rico buena onda”.
Le pido sus datos por una cierta inercia en una probatoria del orgullo masculino, cada mujer es un desafío por completo extraordinario, una oportunidad para autodemostrarse que cada instante de la vida puede ser el mejor.
Podría haberle pedido el teléfono también y sería una prueba aún más decididora, pero sintiéndome como me sentía una actitud abierta y positiva me era más que suficiente.
Hasta esa etapa yo estaba encantado. Más que por ella misma, de lo que ella representaba. En el fondo, una mujer atractiva, profesional, inteligente, con ideas y comportamiento natural. Me sentía como un minero encontrando la pepita de oro.
La cosa es que en ese proceso me entero que es italiana y es de la misma zona que mi familia. Algunos pueden decir que esto es algo sin importancia, pero yo, que tuve la bandera de Italia colgada en la pared de mi pieza durante mi infancia y buena parte de mi adolescencia era algo increíblemente simbólico.

Después de ese encuentro, mi humor se reacomodó en mi personalidad y tuve una tarde de piscina, cervezas, pastito, lomitos extraordinarios, fútbol y estar con el cumpleañero. Un crack de la vieja escuela al que me une un profundo afecto.
Pero hasta ahí no más llegué, tipo tarde noche y después de mezclar whisky con Coronas en unos 3 tragos largos mi cuerpo me pide descanso y lo escucho feliz.
Correspondiendo a esa elección me escapo del mundo social y me dirijo a la intimidad oscura del encierro en una pieza vacía y caigo rendido sobre el sofá negro.
Cuando despierto ya era algo tarde, mis amigos se querían ir y yo apruebo la moción con alegría.
Llego a mi casa y es sábado por la noche. Yo solo en mi departamento contento por lo vivido en días anteriores, entusiasmado por haber conocido a una mujer diferente y autoretándome por mis excesos.
Fue una seguidilla especial, de mucha risa, de mucha risa fácil, con una estrella que brilló por si sola.