Por supuesto, estos momentos memorables suelen estar
acompañados de una circunstancia propicia que antecede ese particular segundo
congelado.
13 de septiembre de 2012, una fecha que nunca olvidaré. En
parte porque es el cumpleaños de uno de mis hermanos, valor que se suma al
adquirido desde hoy tras una historia de aeropuerto nada de agradable en un
inicio, que se transformó en sus términos, en una intensa anécdota.
Este año, celebramos al hermano antes mencionado como una
coyuntura especial. Era relevante porque en el clan teníamos la misión de
aguantar contra viento y marea hasta las 3 de la madrugada, hora que nos pasaba
a buscar el transfer para ir al aeropuerto. Esa connotación planteaba un
desafío más allá de la hora en sí, era más bien el saber que se venían largas
horas de aburrida y ansiosa espera, extenso tiempo que pasa como uno de letargo
automático, de miradas al techo, observaciones a los personajes singulares y
recorridos simbólicos a pie bajo la estructura de un gran edificio. Esos si son
minutos para muchos desperdiciados, para otros significan la despedida de la
rutina y el abrazo a la antesala de un nuevo viaje. Todo eso es lo normal, esta
vez no sería así.
Transfer, autopista, cansancio y aeropuerto, maletas, tediosa
cola por registro y el cruce límite, el de la policía, muy susceptible.
Me tocó en la ventanilla 11. Era a mi derecha y estaba sólo a
dos metros del punto de espera demarcada con una línea amarilla. Dos metros que
en ese instante y sin saberlo, me separaban de una nueva aventura.
Bastó menos de un minuto con los documentos en sus manos para
que el ejecutivo me demostrara con un rostro de desaprobación que algo no
estaba bien conmigo. Cerró con pestillo el cubículo y dirigiéndome con ademanes
me indicó un mesón de atención de jerarquía superior y resoluciones generales.
Ahí estaba yo, aún con cierta ingenuidad mirando de frente una catástrofe que
se veía inevitable.
Así, me comienzan a contar la razón del problema. Hablan de
orden de arraigo y detención. Se me puso la mente en blanco por la sorpresa,
pero exaltado alegué mi inocencia -de la que estaba seguro-, apelando a mi buen
comportamiento, mi, mi mi nada. La verdad, es que no es un mi, sino justamente
lo contrario, el recurso de mi no culpa. La sentencia melodramática al civil
equivocado.
Análisis: cuadrados, como solo ese tipo de gente entrenada
para eso puede ser. Es frustrante, no entienden argumentos, solo entienden
sobre orden, el mensaje que les da la pantalla –el desactualizado sistema
interno- y el funcionamiento irrestricto del primitivo protocolo.
En eso llegó mi padre, quien lamentaba la situación con un
buen carácter que se sumaba a ese peculiar manejo que los chilenos corrientes
han aprehendido a utilizar con las autoridades uniformadas. El estado de ambos
era de una especie de shock liviano, sin saber bien las consecuencias y en mi
caso, evitando la reacción correcta a la injusticia que sucedía. Yo insistí,
apelé a mi no culpabilidad de los hechos que se me imputaban, pero la respuesta
que adoptaban y que se hacía repetida, era que el computador mostraba orden de
arraigo, siendo eso lo único visible para las frías autoridades.
Así que opté por lo sano y apuré la única solución viable;
comunicarse con el tribunal que había dado la orden para poder proceder,
verificar que sucedía y oficializar el error indolente para con los afectados
de estas instituciones tan alabadas por los mediocres políticos de la
actualidad.
En el camino, desde aquel módulo hasta la sencilla puerta que
marca el territorio de la temida PDI, el trato amable que se me prestó en un
comienzo cambió. De ser pasajero o cliente, era de una, tras sólo cruzar un
umbral y sin mayor discusión, un delincuente buscado por la justicia y tratado
como tal.
La celda en sí tenía bastante de especial. Era de esas como
de películas de misterio e investigaciones, donde hay un gran vidrio que
permite a los que están en el exterior poder ver al interior pero no al revés,
sin embargo, en este lugar -y fue lo primero que me llamo la atención- no era
una oficina como la de los manuales. El vidrio en cuestión no existía, el gran
recuadro era una simple abertura, un hueco que marcaba la huella de un posible
destrozo anterior, accidentes que cuando se reparan en estos casos es siempre
años, muchos años después del suceso.
Volvamos. Mi rabia consumía todo mi ser. Sin nada más que
furia en los ojos y violencia en el tono me dispuse a responder mis datos
básicos a un visitante en mi limitado territorio de cemento. Datos que no
entiendo del todo el pedido, pues ya los tenían. Menciono esto porque esos
datos me los pidieron varias veces. Entonces o estos tipos no registran o son
idiotas o lo que me parece más apropiado, una mezcolanza de esas
características invirtuosas.
Se cerró la puerta, nuevos largos minutos y se volvió a abrir.
Esta vez era un administrativo de la PDI que con calma y trato neutral me
explicó porque yo estaba ahí y que estaba sucediendo. No era la primera vez que
me exponían esa información, pero sólo esa persona tuvo el tacto para
comunicarse de manera correcta. Era la cuarta vez que escuchaba lo mismo y me
pareció que hubo unas cuantas más después. Antes de que el tipo me dejara solo
en las paredes desgraciadas yo comenté que los demandaría, aquejado por una
involuntaria responsabilidad delictual. Me negaba a aceptar que aún me pasara
esto, luego de enmendar mi error con todas las acciones que estipula la ley.
Uno como ciudadano responde, pero el sistema no, una paradoja bañada de utopía
social y política.
Antes de irse, el administrativo capcioso me pidió repetir lo
que había dicho. No dudé en reiterar mi mensaje, esta vez más fuerte y con la
voz más seca. El administrativo giró su espalda y me tiró esa clásica mirada de
policía que tiene el control, cosa muy negativa para el que está en el otro
lado y la recibe. A continuación agregué que no era una amenaza, pequeño desliz
de criterio que superado me pedía
tranquilidad y respiraciones más hondas. Pero no era solo un desliz, yo en
realidad pensaba en atravesar el recuadro de material inexistente y huir motivado
por mi inocencia incomprendida deseando no solo amenazar a los que me tenían
cautivo; quería dañarlos y perjudicarlos como sentía que me lo estaban haciendo
a mí y a los míos. El sello emocional de la V de Vendetta convertía en cenizas
mi mínima tranquilidad.
La puerta nuevamente se destapó de par en par y esta vez era
el primer ejecutivo quien la traspasaba. El primero en fijar una anomalía, que
arriba y apenas antes del embarque, había detenido mi camino hacia los cielos.
Venía con una libreta de bordes celestes y estaba ahí para quitarme todos mis
objetos de valor; celular, billetera con 43 mil pesos en efectivo y varias
tarjetas inservibles, cinturón y ridículamente, los cordones de mis zapatillas,
con la ironía que esas potenciales correas de la muerte son justamente para no
utilizarlos como armamento, ya sea ahorcando a otros o a uno mismo, medida que
se entiende de buena manera si nos hallamos en cárceles o encierros graves,
pero acá con el rectángulo de la abertura como describí y a vista de todo aquel
que estuviera en ese espacio, era un
pedido, en sencillo, estúpido. Pero bueno, para eso están los protocolos, para
que los mortales los respetemos y algunos tiranos se los metan por la raja,
pero ese es otro tema que evitaremos esta vez.
Ya era todo un reo de tomo y lomo y yo sabiendo que era un
error. Mi cara de odio debe haber sido insoportable para quienes me custodiaban
o mejor dicho, trabajaban ahí. Y si, no era rabia en realidad, era pura densa
furia concentrada, de esa que no se actúa, de esa que uno no se conoce a si
mismo porque nunca en un momento así se ha mirado a un espejo.
En eso, entra un oficial femenino. Otra administrativa de las
oficinas de la PDI. Una conciliadora mujer de unos 120 kilos que casi
tiernamente me repitió mi situación.
Por primera vez en todo el caos ella se comunicó conmigo con
respeto humanitario, con el equilibro en palabras y tonos, con la omisión del
marcado flujo de autoridad que deseosos los que la ostentan denotan al prójimo.
No me calmé, pero cuando se cerró la puerta esa última vez
asumí en plenitud lo que pasaba y las consecuencias posibles. Chao al viaje
familiar, chao a mi querido 18, chao al pasaje, a la aventura y al Perú. Chao
al placer de conocer y bienvenidas repercusiones que colateralmente -como una
estela- les dejaba a quienes me acompañaban. Sólo cuando hice esa reflexión mi
respiración se calmó y ese hielo interno de insuperable frustración se quedó
como un iceberg en mi metabolismo.
Entonces, filtradas por el hoyo en la estructura del
encierro, escucho la palabra hermano y abogado. Katia, la de los redondos 120
kilos simpáticos, me decía que un hermano mío la llamaba y que había gestionado
un abogado. Supe al instante que hermano y que abogado se hacían actores de la
teleserie, aunque sinceramente, obtuso me dije a mí mismo: “que mierda, las
cartas ya están sobre la mesa”.
El abogado volvió a llamar y tras unos minutos lo hizo una
tercera vez. En paralelo a su primera llamada, más gente llegó a las oficinas y
más pasos daban cuenta de un movimiento en alza. En poco, vi cuatro caras
nuevas. Eran de 4 detectives tipo, vestidos de terno con una corbata purpura
más fea que ellos mismos, pero en fin, el rango se notaba.
Así llama de nuevo mi hermano. Avisa que repetirá y que
bajará a las oficinas de las negligentes injusticias.
Según él, baja para calmarme, para repetirme por enésima vez
el tema de la situación en la que estaba y las opciones posibles. Para mí, su
venida era un sin sentido alejado de conseguir su objetivo; mientras más te
piden calma es cuando menos la consiguen. Al concluir de hablar y tras
marcharse, me sacaron de la penca y fría ratonera y me permitieron el
“privilegio” de sentarme frente a los escritorios, como un ciudadano común o un
pasajero en problemas, ya no como un delincuente.
Al rato se me acercó el administrativo, ya a estas alturas un
viejo conocido de mi hostilidad. Esta vez cambió el tono y me aseguró que junto
a su equipo de detectives estaba viendo mi caso con suma prioridad. En ese
diálogo por primera vez se me reconocía, sin decirlo directamente, el error
cometido, aun cuando por el ya vilipendiado protocolo no me podían liberar
hasta una prueba de ordenanza oficial que llegara desde tribunales.
Los minutos pasaban, en la tele –que a todo esto estaba justo
dando la espalda al recuadro de la nada para mayor molestia y discriminación
del encerrado- pasaban las noticias matinales, con el nunca bien ponderado
reloj en la esquina derecha, instrumento digital que me avisaba como un
temporizador que se acababan mis minutos, que por inconmensurable que fuera
gracias a un repetido error -ya he sabido de varios casos similares- de unos
funcionarios que ganan el triple que uno, yo me perdía el viaje, y de pasada,
les causaba una profunda tristeza y otros varios sentimientos más complejos y
ambiguos en sus mentes y corazones a quienes viajaban conmigo.
Hasta que aparece el administrativo. En esos momentos yo
caminaba inquieto sin poder controlar mi control. Lo vi, a unos 10 metros de
mis ojos, que se acercaba con la cara hacia abajo. Puede que sea subjetivo,
pero para mí el gesto reflejaba notoria, o por lo menos, cierta demostración de
vergüenza.
Me contó con un mal simulado entusiasmo que un fiscal había
confirmado mi versión y el tribunal corroboraba lo mismo. Habían conseguido
hablar con esas personas gracias a celulares -creo que posiblemente gracias a
contactos personales- por lo menos el
del fiscal y contraparte detectivesca. Comprendí que ahí hubo una gestión, un
favor, una acción para la solución como no había pasado durante toda esa larga
noche. El temporizador matinal seguía corriendo y mi alegría se condicionó un
poco cuando el mismo administrativo me contó que sólo faltaba que llegaran
documentos oficiales para que actuaran como pruebas de las conversaciones
telefónicas.
A esas alturas, mi estado se resumía en una etiqueta de poca
aplicabilidad tradicional en este tipo de contextos, pero que esta vez enmarca
con precisión mi estado: midiendo las expectativas y lleno de esperanzas, una
de las eternas dicotomías de nuestro existir. En el contexto; resolviendo, pero
quedándome abajo.
Mientras me sujetaba la cabeza luchando conmigo mismo, Katia
me dice sonriente y con presente alegría que me devolvería mis cosas para
apurar el trámite. Mis ojos se avivaron, por fin el camino se despejaba y tras
firmar papeles que nunca debieron ser rellenados me entregaron todos mis
objetos de valor -como ellos les dicen- aunque ni idea ni lógica hay en que el
cinturón o los cordones pueden estar en esa categoría. Llamé a mi hermano y le
conté la noticia, al parecer, podría abordar después del lento y tortuoso sufrimiento.
Yo no me confiaba y mi interés se concentraba en el
temporizador que corría lento pero seguro. Los números se sucedían y yo no veía
resoluciones concretas. Ante cierta desesperación de mi parte que hice
explícita, Katia intentó tranquilizarme diciéndome que no me preocupara, que
estaba segura de mi liberación y que en
el peor de los casos tendría que tomar otro vuelo y juntarme con mi familia en
Cuzco –nuestro destino-. Aunque lo decía amigablemente mi pensamiento mezquino
fue "en Cuzco me gustaría verte a ti #$%&%$#$%&!!!".
En eso, apareció mi hermano y cuando juntos nos tragábamos la
positiva evolución en el panorama apareció el administro con cierta tensión de
corto plazo a decirme que estaba todo ok.
Buen grito a la vida y buen abrazo fraternal.
Mi hermano subió por otro camino mientras yo corría con Katia
y sus 120 kilos para alcanzar a llegar al andén: solo faltaban dos minutos
según el reloj de mi celular. Corrí acompañando a la mujer por todo el
aeropuerto como si fuera el protagonista de una tonta comedia, pero con una marcada sonrisa demostraba estar
feliz de lo que estaba pasando, una sonrisa distinta, la sonrisa en el shock,
la sonrisa en la emoción.
Mi corazón latía con bravura y exaltación cuando llegué por
fin a la puerta del andén correspondiente. Ahí me esperaba mi familia
reclutados en la alegría del desenlace, rescatados de un pozo profundo muy
oscuro, despertando con voluntad a la realidad del alivio.
Besos, abrazos, algunos llantos y otras cosas, pero eso a ti,
como lector, ya no te corresponde.
Ahora escribo desde esos miles de metros sobre el cielo de
los que casi me privan, para decir que este memorable momento, es una especial
ocasión y una oportunidad de abrir los ojos valorando lo mucho, mucho, que cada
uno debe reflexionar para sí mismo.
![]() |
Al llegar al aeropuerto |