2/26/2009

Lugar: el cilindro de la muerte

Una vez leí que morir ahogado era la peor. ¿Regirá esa máxima para todo ser vivo?
Hace unas cuatro noches encontré algo que me impactó en su minuto.
Tras una jornada normal, esto quiere decir su resto de televisión, la lectura diaria respectiva y varias horas de Internet, iba camino a mi dormitorio, más específicamente, cómo no, a la cama querida y sus sábanas tan mías.
Por supuesto, antes hay que ir al baño. Por extraño que era por estos lados, esa vez la cortina de la bañera estaba abierta y toda arrimada en el extremo derecho.
Sin pensar para nada en lo que estaba haciendo, pero que de todas formas fue un comportamiento que me trajo sus beneficios, no prendí la luz del baño y entré en él con los míseros haces de luz que entrega la lámpara que se encuentra en el closet.
Mi pieza, para que se entienda, es una suite con un walk in closet anterior al baño.
Pues bien, saco mi compadre para cumplir con las necesidades. Esto es, siempre deshacerse del líquido sobrante antes de ir a la cama.
Por casualidad miro para al lado y veo en esa tremenda fuente en la que me ducho diariamente un arácnido enorme dubitativo en su comportamiento.
El compadre de ocho patas era de unos cinco centímetros con esas tenebrosas piernas flacas extendidas.
En ese momento una peculiar mueca se posó, sin preguntarme, en mi rostro. Una cara quizá inédita. Por un lado, diabólica reinante de planes asesinos y por otra, de pavor terrorífico que dan esos seres.
En esa misma dualidad se me vino a la cabeza la araña gigante de It que vi cuando aún no me limpiaba bien el trasero y por otro, las jugarretas nada de simpáticas que le hacíamos a los pollos inocentes con mi hermano.
Me di cuenta que el animal, si se puede denominar de esa manera, no podía escalar las paredes blancas resbalosas, por lo que deducí, en un ataque de genialidad, que la muy desgraciada se había colado por las cañería y en un acto de suma adaptación superó los gruesos barrotes del nunca bien ponderado desague.
Primero me imaginé ahogándola en un mar gigantesco para ella, pero era muy tarde y a pesar de que el día hubo sido de rutina normal, estaba lo bastante cansado como para que me diera una lata inconmensurable el sólo hecho de mojarme.
Pensé entonces en rescatarla de su pesar trágico y obtener por ello una nueva mascota para querer y sentirme acompañado en este estado de agradable soledad.
Así que motivado por esta idea me dirigí a la despensa y cogí un tarro para apresar al infeliz.
Yo, muy tonto, incluso después de comprobar que el temido no tenía ninguna ni mínima posibilidad de escaparse partí corriendo a buscar el elemento carcelario y volví aún con más rapidez.
Cuando me vi con el recipiente de vidrio en mi mano derecha y su tapa en la izquierda, comprendí que en una de esas la faena se complicaría un poco.
Yo no soy miedoso, para nada, pero una araña de ese tamaño a cualquiera lo hace dudar.
Pero mi ingenio es a veces más inteligente que yo mismo y me recordó con oportunismo que había dejado un pliego de diario, que uso cuando me afeito, abajo del lavatorio entre los paños y toallas.
Lo tomé y lo doble y fijé bien los contorno para que me quedara una especie de machete súper chanta pero capaz de ayudarme en la misión.
Así que ahora dejé la tapa dorada a un lado y me encontré al frente de la tina con un tarro de mermeladas en mi derecha y un fantástico, en su definición literal, e inútil machete en mi izquierda.
El rescate fue demasiado muy más sencillo de lo esperado.
Me acerqué lo suficiente, puse la abertura del cilindro en el camino supuesto que tomaría aquel terror encarnado y con mi arma ficticia le propiné un simpático toquecito en su enorme raja que la encaminó como si hubiera sido una orden a entrar al utensilio.
Listo, tenía mascota nueva.
Pero obvio, las cosas nunca son tan fáciles porque ahí me di cuenta que iba a dejar sin aire a la pobre, aunque la verdad no sé si realmente si necesitaría de tanto aire.
Pero bueno, nuevamente fui a la cocina, abrí el cajón y toda la cuchillería lanzó un grito de felicidad por ser utilizada y tomé, el que sabe que me diga porqué, el tenedor de asados para parrillas oficiales. Ese que mide unos 30 centímetros de largo y pesa lo suficiente como para sentirlo cuando lo tienes en la mano.
Tras todo lo anterior estaba exhausto. No en realidad, pero cuando uno escribe tiene que magnificar las cosas para que las historias en cuestión no sólo sean entretenidas, sino además deben hacerte decir: Oh, conchalalora!!!.
Eso fue una exageración, pero sinceramente les reconozco que cuando me embalo tipiando las letras y palabras se forman más bien solas y funcionan mis dedos como un ente unitario con mi imaginación que por lo demás, y como han podido apreciar, no es para nada escasa.
Así, dejé el tarro con dos orificios rectangulares producidos por el metal en su tapa apoyado en la ventana. La miré un rato y si no fuera por esa sensación permanente de sentirme que me observan hasta le habría dado las buenas noches. Pero en vez de eso con simpleza la dejé y me marché.
¿Qué siútico que describo la primera despedida, no? Sí, yo también encuentro, pero así me salió no más. Mala cuea diría cualquier pelafustan chilensis.
Al día siguiente estudié minuciosamente por Internet que cresta era lo que había agarrado y cual era la marca especifica de la nueva compañera.
Resultó ser una araña rincón. Lo intuía, pero saber es distinto a creer.
Las descripciones que hacían de esta raza eran calzadas a la perfección con el arácnido del subsuelo. Su diseño, actitud nocturna y timidez ante lo humano eran idénticos.
En todo caso, según lo que aprendí en la red este animal tiene razones y no pocas para que uno quiera matarlo despiadadamente.
Primero, la que capturé debe ser la reina de los muy descarados por su enorme tamaño y en segundo lugar, en todos lados advertían que una mordedura podía ser fatal.
Listo, la muy conchesumare es capaz de envenenarme si tiene la posibilidad.
De la mirada que se tornaba cada vez más tierna pasó a convertirse en una mirada sanguinaria de atención ante el enemigo.
La segunda noche le di un poco de comer. Mientras estaba en el trono veo una mosca revoloteando por los aires como si le quedara toda una vida por vivir. Pobrecita, no tenía ni idea y con el mismo machete ficticio que utilicé para el rapto, lo ocupé para pegarle bien fuerte a ese insecto de esos si que son detestables. Hasta que la dejé atontada después de rebotar contra el cerámico de la pared.
La tomé de sus alas, con el idiota cuidado de no tocarla porque se supone que a esos bichos les gusta la mierda y todo eso. Abrí el recipiente de vidrio que aún estaba por completo transparente y se la arrojé al mortal ocho pies.
En la mañana la mosca estaba viva aún. Pero no podía volar. Me imagino lo que hubiera pensado de tener algo de cerebro esas amebas andantes. Yo, en una situación semejante me suicido antes de dejarme comer por una araña que mide como 20 veces mi cuerpo. Pero cómo, la verdad es que la mil ojos estaba más cagada que el pendejo de Slumdog Millionaire cuando debe escaparse en busca del autógrafo de su estrella de cine. Y eso que ese cabro chico si que estaba cagado.
Cuando volví a mi pieza en la tarde noche le pegué una ojeada al frasco a ver que sucedía en ese ambiente hostil.
De la mosca sólo había restos, en especial un ala entera se dejaba apreciar. Había también un líquido grisáceo, medio denso, que me pareció ser los desechos del patas flacas.
Eso me agradó un poco. Como que me gustó la idea de que todos, en mayor o en menor medida, debemos deshacernos de la basura que acumulamos interiormente. Fue casi una lección de vida, memorable. Más interesante aún cuando el recipiente ya no era inoloro sino que se convirtió de forma radical en maloliente.
Debido a esa relación que hice con la araña y la mierda, al siguiente día estuvo más sola que Arturo Frei Bolívar después de las elecciones del 99.
Reconozco que yo ya había decidido a matarla, sólo me faltaba buscar la forma que cumpliera una de dos condiciones; a), muerte lo menos dolorosa posible, b), muerte lo más extravagante posible.
En la uno se me ocurrió tirarla por el escusado o aplastarla hasta reventar. En la dos el fuego fue lo primero que se me vino a la mente.
Para que no crean que soy un infeliz anti natura les debo reconocer que asesinar a mi mascota me causó levemente un aire de tristeza superficial. Pero para que entiendan la realidad, nicagando la soltaba para que por alguna extraña paradoja de la vida la muy muy me mordiera sin darme cuenta y me mandara a mejor vida con su veneno mortal.
Es como dejar libre de la cana al que mató a Hans Pozo. No, esas cosas no se hacen. Ni ahí con la compasión. Si me pueden matar, prefiero matar antes.
La tercera noche se vino una tía con su familia a alojar en esta abandona casa que compartía yo durante el día con una tropa de maestros sureños buenos para el martillo.
En mi pieza, dormiría conmigo aquella noche un estimado primo divertido como el extinto Alvaro Salas.
Le conté del arácnido y se lo mostré. Estuvimos conversando de su característica asesina que había aprendido tras mi investigación y empezamos a jugar a ponerle fuego por abajo del vidrio a ver como reaccionaba al calor.
En esos instantes me levanto a la cocina a buscar un pancito que estaba de más y cuando vuelvo, justo al cruzar el umbral de mi puerta, escucho una especie de mini explosión que me dejó atónito cuando vi en ese segundo congelado el tarro abierto en el suelo y una cara de terror en los ojos marrones del primo maldaoso.
El muy travieso reaccionó acurrucándose arriba de la cama y me miró con cara de pregunta sobre que hacer.
A la caza. Yo ya sabía que a pesar de ser unas malintencionadas las arañas éstas no eran de lo más inteligentes. Me engrupí repitiendo que yo ya tenía experiencia en el tema y mientras mi primo hacía puras tonteras sin resultados, tomé la responsabilidad del caso y con la misma estrategia que ocupé la vez pasada la encerré de nuevo en su prisión de vidrio.
Antes, cuando recién la había visto, mi compañero de habitación partió a buscarle comida al patas largas y no encontró nada mejor que una asquerosa babosa que sigue pegada en el tarro y de la cual la asesina nunca estuvo ni cerca de devorar.
Luego de la jugarreta de mi estimado familiar asumí que no había ninguna posibilidad de dejar libre al arácnido y con ojos serios e inexpresivos le dije sin decirlo que era un muerto caminando.
Hasta esta, la cuarta noche. No había tomado en cuenta al animalejo que se encontraba en el extremo opuesto de mi velador. Lo tomé, en una especie de inercia y con malicia observé una botella plástica rellena con agua.
Lo que pasó a continuación es mejor aferrarse a los brazos de la silla en la que estén sentados porque es un acto brutal de fatales consecuencias.
Le serví, la educación no hay que perderla nunca, unos tres dedos de agua al tarro como lo hago cuando tengo un vaso gordo en mi mano derecha y un siempre maravillo whisky para depositar dentro de él.
Antes de eso había arrojado en el cilindro de la muerte un pedazo de madera minúsculo, pero lo suficientemente grande para que si la desgraciada atinaba se podría haber salvado manteniéndose arriba del colorado alerce.
Tan malo no soy, aunque quería puro arrebatarle la vida a mi potencial asesino le dí una esperanza de salvarse que no aprovechó.
Cuando miré el agua tan corriente en el ya bautizado cilindro de la muerte apareció como por arte de magia ante mis ojos unas hermosas pastillas Kitadol rojo que le darían un tono escandalosamente original a lo que estaba sucediendo.
La pastilla se fue deshaciendo lentamente en el agua, mientras la araña, que sólo para que quede en el acta a mi me parece bastante bonita, hacía esfuerzos escandalosos por nadar y flotar para sobrevivir. Hasta que por casualidad se arrima al trozo de madera y se queda un par de minutos pernoctando ahí hasta que de manera suicida la ocho pies se tira un chupazón de la muerte del cual no pudo salir más.
En un momento replegó todas sus piernas a su cuerpo y formó una especie de balón, similar a cuando nosotros humanos nos acurrucamos cuando sentimos frío, algunos también lo hacen por pena o para dormir, pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Yo pensé que ese era el fin. La entrega al juicio final.
Pero después de ese acto de vulnerabilidad incontrarrestable la araña pareció tomar nuevos bríos y trató infructuosamente de salvarse. El pedazo de alerce estaba flotando a menos de un centímetro de sus colmillos y aún así no fue capaz de subirse en él. Lo que me hace deducir que por su estupidez su muerte estaba más o menos cantada. Nadie tan tonto merece vivir en este mundo. Aunque claro, mi mente humana también para que más imbécil al juzgar la inteligencia de un ser tan inferior en algunas características, como por ejemplo, la inteligencia misma.
Y falleció. Se hundió rendida y sin más apelación en el mar rojo del cilindro de la muerte.
Ahogada.
¿Será lo peor?