Mario se levantó despacio. Con sus manos sucias resbalosas y empolvoradas se limpió su rostro moreno, muy peculiar por una cicatriz que recorría su frente sobre su ceja izquierda más su oreja derecha rota, con un hueco al aire, su rostro derrochaba carácter.
Miró hacia arriba y se pegó una pestaña. La luz era intensa y profunda. Suficiente para causar una leve molestia en sus ojos cansados que regresaban del absoluto.
Comenzaba su rutina diaria de recolección. A su izquierda los automóviles pasaban a altas velocidades cuando la verde se imponía, pero cuando llegaba el turno de la roja las filas de los parachoques se sucedían casi pegados unos con otros. Aunque no era práctica habitual, solía observar al interior, a través de los cristales, preguntándose de la vida de los pasajeros mientras armaba historias en su cabeza que jamás eran contadas.
Aquel día era pleno invierno. Hacía frío y se anunciaba lluvia. Su aliento parecía humo y se esfumaba al instante hasta desaparecer. Él tiritaba y prendió un cigarrillo de los fuertes, -me quedan solo dos y mi próxima compra será dentro de 14 días-, se lamentó, pero cuando se lo colocó en la boca asumió su decisión. Se alegró.
Desde su perspectiva, los peatones se veían como hormigas gigantes bajo el techo transparente de la instalación. Cada vez que un microbus se acercaba al paradero se oía un rugido desagradable, por ello, era común el estirar sus manos a la cara para alcanzar sus oídos en el intento de bajar algo el volumen.
Aspiró la última bocanada aún sentado y lanzó la colilla al cemento. La vio caer y rebotar.
Su colchón ya estaba duro, pero era suyo, lo único que poseía. Y su carro, abajo amarrado con una pitilla roñosa. Un cordel que reutilizaba cada vez que caía la noche y se disponía a dormir.
Su día esta vez tendría una sorpresa no menor.
Ya eran las 11 de la mañana y el clima inclemente persistía al mando. Caminaba con un ritmo parejo y una expresión regular. Seguía con la cara manchada y sus manos negras. Recogía mucho de lo que encontraba hasta que pasó lo inevitable. Para algunos se llama destino.
En una maniobra extraña y riesgosa por el hielo que se había acumulado sobre las calles, un nissan v16 negro le pegó de frente a unos ochenta kilómetros por hora. Bastante impacto para que el hombre diera un brinco involuntario y cayera dos metros como un muñeco.
La gente comenzó a gritar y uno a uno se replegaron los que andaban en el lugar en el momento del accidente.
Cuando despertó estaba en un hospital. Mucho blanco brillante se veía a su alrededor y otros dos compañeros de habitación, al lado, en sus camas. Le dolía todo y no podía moverse. Tenía máquinas conectadas y un respirador.
Trató de hablar, pero sentía como si una espada lo atravesara. Una espina que pinchaba a cada esfuerzo su cuerpo a maltraer. Con esfuerzo, el sonido salió de su boca:
- mi carro-. Eran palabras que se interpretaban. Un mensaje que se decía sin claridad y se perdía abandonado a su suerte, desatendido.
Mario repitió:
- mi carrito-. Un suspiro pudo realizar.
- Y mi colchón-. Su corazón empezó a latir con mayor fuerza y velocidad. Le dolía cada vez más. Como un alto de funciones sintió cuando los pulmones ya no renovaban el aire y tras conseguir levantar el índice unos centímetros, su ritmo cardíaco se detuvo.
Nadie supo quien era. Ni su procedencia ni su vivienda. Ningún documento tenía en su poder. Su colchón se quedó como parte de la decoración del barrio arriba del paradero. Su carro confiscado se olvidó.
Su vecino y único amigo verdadero, Carlos, con los años, se preguntó el destino de su compadre, ingenuo del accidente que lo había separado de la única persona con la que había entablado una conversación de más de quince minutos.