10/26/2008

Planes, a veces, inútiles.

De a poco, en la noche, comenzó un giro inesperado.

Uno se ilusiona cuando le dicen una cosa como esa. Aguarda un acontecer magnánimo digno de ser registrado en una historia embellecida con palabras sorprendentes.

Pero no, el caso es otro. La sencillez se vuelve maravillosa y puede superar a los hitos en las emociones que generan y en los notables momentos que entrega.

Hace un tiempo las juntas se hicieron una práctica común. Al principio fueron risas o conversaciones entre vicios. Después, nace una nueva motivación. El cine toca el timbre.

Y la primera vez fueron solos, pero evolucionaron a un interesante cuarteto de primos.    

Ocasiones hubo varias, obstáculos también. Se rescata que la ambiciosa idea ya había sido instituída en sus mentes; fundar una tradición familiar.

Gracias a una de estas buenas alianzas comerciales -en este caso entre un diario y los cines- tenían acceso a una promoción que con su bajo costo colocaba las entradas a un precio de fácil acceso.

La oferta era atractiva, en especial para ese grupo, en su totalidad dependiente de autoridades sustentadoras; “la vida del universitario”, como instauró en el inconsciente colectivo una marca hace unos años, refiriéndose a este rodaje constante del estudiante con buenas ganas, pero siempre escaso de lucas.

Como ya conté, la primera vez fueron solos. Uno, un occidental atípico dentro de lo común y el otro, moreno, corriente dentro de lo exótico.  La segunda vez se integró la prima artista; enérgica de risa espontánea. Por ahí se sumó el hermano mayor del otro, caso peculiar indefinible que yo recomiendo no interpretar.

Una noche, trazando planes para la realización de la costumbre, unos trámites volátiles atrasaron la actividad, el clásico retraso de estas transferencias económicas marcaba presencia. El tiempo se les escapó y con él, la oportunidad de asistir a esa simplemente gran diversión que es el cine.

De vuelta de la diligencia, en el auto camino a los hogares, en absoluto acuerdo y plena sincronía deciden que ninguno quiere irse al sobre así sin más, aún cuando concordadamente comentaban el cansancio.

Esa vez estaban tres de los primos; el mayor, Matías, su hermano menor Israel y Sebastián.

La primera compra se redujo a un humilde six pack Escudo. La unanimidad había establecido que la cita sería su simple par de latitas de cervezas para quedar listocos para las sábanas.

La dosis fue irrisoria. Unos cuantos minutos no alcanzaron a marcar sensación de saciedad. En la teoría duplicaron la cantidad y mientras Sebastián se escurría a la cocina, los hermanos maoríes partieron camino a la caza de dos nuevos six packs, suponiendo que ya estaban hablando de porciones más adecuadas a su habitual y sediento consumo.

En una excelente presentación, una bandeja de madera tallada muestra en su interior una apetitosa maximización de recursos. Dentro contenía papas fritas, vienesas con corte horizontal, cebolla frita y dos llamativos huevos encima de lo demás. A su lado, barras de pepino le daban a la imagen un toque vegetal.

Los hermanos de tostada piel llegaron sin nada de alcoholes, pero si una sonrisa de oreja a oreja ante la seductora presentación calórica de grasas saturadas pero inmesurable sabor.

Sólo una botella de litro y medio se dejaba aprehender por las manos de Matías, sin embargo, no era el líquido que se habían propuesto obtener.

Mientras, los tres se lamentaban la ausencia de la animosa medicina, acariciándose con tierna dulzura sus respectivas panzas. En ese instante, Israel recibió un cautivador llamado de féminas en búsqueda de un poco de entretención y que mejor que tres machos alegres y desordenados para suplir la demanda.

Sin percatarse, lo que ellos acordaron se había desvirtuado a escenarios nuevos que, aún con el cansancio a cuestas, todos le auguraban un vaticinio auspicioso.

Nuevamente el par de hermanos mix racial debieron movilizarse en la búsqueda de aquellas damas en apuros que gustosas, tanto como ellos, se enfrentaban a este prodigioso, en pronósticos, escenario.

Sólo un problema no menor seguía en carpeta. Todos los locales de venta lícita de droga líquida subidora de tonos -popularmente se les llama botillerías- estaban cerradas. Las autoridad delimitaban la compra en el consumo nocturno y travieso. O sea, justamente para que tipos como estos no compren el mayor influenciador de escándalos en la historia de la humanidad.

Ante esa situación de escasez de un bien tan preciado, Sebastián tiene la ridícula idea,
 -eso piensa cuando lo comenta- de llamar a estos teléfonos mitológicos que amistosamente, pero por una cifra sideral, nos traen el tan mencionado elemento, necesario para una junta que recién daba su inicio avanzadas ya las dos de la mañana.

De sobriedad ni hablar, pero sí nadie en estado cuestionable, cuando el chascón Israel junto a su hermano detrás, cruzan el umbral del departamento con la esperada compañía.

Casi nada pasado, más que una mísera presentación que nadie recuerda, cuando segundos después tocan el citófono que, mientras Sebastián le presta oreja al aparato, el emisor anuncia la llegada del encargo.

Así, Sebastián recogió los quince mil que arbitrariamente habían juntado los primos, siempre en el supuesto de que las cuentas se arreglaban a continuación de la transacción. Aún cuando los niveles de jumera se tomaran las conciencias e incidieran en decisiones erróneas que por lo normal traen consigo algún perjudicado casual.

Al enfrentarse, dinero en mano con los transportadores de vitupelio, el trío del negocio se percata de la ausencia de sencillo y, por lo tanto, en la existencia de un problema circunstancial.

En eso aparece Emilia, patentando la alegría con su carácter sonriente y en un acto natural, Sebastián le pide que haga maromas respectivas para poder finiquitar la venta.

Ella consigue su objetivo a los pocos minutos y se presenta con el cambio en su mano derecha, la que estira hacia Sebastián en un acto transportista de papel sobrevalorado.

Ya el giro se había producido por completo. Un frustrado plan de cine era ahora un mini carrete de grandes expectativas y la noche tranquila y amena, daba paso a un franco cambio de click en dirección a una desenvuelta performance.

Y así, es imposible no pasarlo bien.

El narrador –yo, obviamente- no se acuerda de los eventos temporales que se fueron sucediendo en esa divertida noche. Lo que si, es que varios hechos dentro de ella valen un nombramiento, algunos, hasta destacado.

La voluntad de  Emilia desde el inicio fue jugar y así se hizo desde el principio, puede que como líder innata que convence con personalidad, pero para el caso puntual esa era la disposición generalizada anterior. El público motivado se dejaba seducir por el humor diferente de esta mujer que con cierta pinta pelolais, sabía a la perfección como decirte que de pertenecer a alguna clasificación social, esta debía ser intrínsicamente una categoría fuera de los márgenes tradicionales.

Cartas no hubo. El local, desprovisto del utensilio, se adjudicaba el derecho de disponibilidad de sus servicios, como le deber haber gustado decir a Sebastián de tener la ocurrencia, que valga sea dicho, para esta ocasión hacía de anfitrión.

Pero cachos había. Los seis justos para que cada uno; desde el solvente Matías hasta la relativamente callada Catalina, tuvieran en sus manos uno de aquel sexteto de vasos de cuero.

Y el juego de la vida empezó.

Como ya dije, de la temporalidad no se sabe bien.

Israel fue el que introdujo audacia al cuento y sus preguntas sexuales se repitieron y pavimentaron la temática de un humor infantil, casi pícaro, pero transparente y honesto.

Era, sin embargo, prometedor que nadie estaba en ese minuto para joteos intrascendentes o una actitud por el estilo. La línea editorial del acontecimiento estaba por completo resguardada bajo la ley de la jerga, el recreo y el sano desahogo parrandero.

Pero hubo más. Sebastián tuvo por penitencia que escribir su nombre ocupando su trasero como lápiz. También, un poema le pidieron recitar y cuadernillo en mano uno propio hubo de entonar. Israel cantó a capella, quien con su carisma se tomó la expectación de los oídos presentes y Emilia, con innato manejo escénico, actuó un personaje de una obra que antes solía representar, aún cuando advertía que aquel papel le desagradaba.

Sebastián, ipod en mano, manipulaba la música sin permisos. Su profunda afinidad con los hit’s ya antiguos hacía un eco perfecto con el gusto de los asistentes. Y para no caer en egoísmos, cada tanto preguntaba abiertamente si alguien deseaba elegir algo.

Emilia trataba, sin éxito, arrebatarle la fuente musical al anfitrión, pero no tuvo mayores logros en la materia. Además, de que el excelente abanico de elecciones persuadía de que no había para que suplantar al dj de turno, que sólo para que quede en el acta es derechamente intolerante en el tema música.

Con los ojos idos, al igual que su primo Israel por un poco de mucha cantidad de plantita verde, la memoria y las ideas no le funcionaban del todo bien.

Así, con natural torpeza, Sebastián se dejaba encantar por las similitudes y la ayuda de Emilia que, sin saberlo, conquistaba al pelado bailarín que quedó navegando en los laureles, hechizado y fascinado ante la preciosa y radiante personalidad de Emilia.

Y se pasaron hasta las seis de la mañana. Con luz diurna y caras agotadas daban fin a una espléndida sesión, de esas que uno queda comentando días después y siempre tiene expectativas de que se vuelvan a repetir. Es lógico, en la Ley de Murphy, que la reproducción nunca sucede, aunque el conocimiento de los seres queda en el registro individualizado de los protagonistas.

10/06/2008

Raíces genéticas comunes

La ciencia busca desde siempre la explicación al génesis de la especie humana y como
ésta se desarrolló, masificó y distribuyó para poblar el Planeta Tierra.

Esto deja en una ambigua tela de juicio un fenómeno tremendamente común en el mundo de hoy, pero que sin embargo nadie se cuestiona.

Se han fijado la similitud corporal de algunos rostros, muchas veces acompañados de comportamiento parecido o tonos o posturas, incluso hasta tics o manías.

Personas que no tienen nada que ver entre ellas, que viven en lugares opuestos del globo o pueden pertenecer en casos extremos hasta a etnias distintas.

Esto tiene un poco, aunque creo que sólo un poco, que ver con la teoría de que no hay más de seis personas entre medio en la cadena del conocimiento y contacto.

Así, yo mismo y como no es nada extraño en mi, he ido elaborando, sorprendido por semejanzas específicas, y por otro, aún más sorprendido, por el hecho que he observado que todos los rostros tienen directrices en sus formas, como si vinieran de un camino común. Lo que me lleva a suponer, en la por ahora y sencilla teoría sin valor académico, de que todos los seres humanos venimos de una raíces genéticas comunes.

Al releer esto me sentí un poco tonto, primitivo, como si mi descubrimiento fuera la piedra; ridículo.

 Y lo es de cierta forma, pero así como en preguntar, en pensar no hay engaño. Así, que más da, mejor pensar tonteras que no pensar.

O sea, continúo, el camino a la conclusión final es que de unos pocos pelagatos realmente distintos, cuasi monos que hubo en un comienzo, desde el minuto uno, las mezclas fueran ampliando la malla genética en que se desarrollaron, evolucionaron o cambiaron la cadena del ADN, pero que mantienen intocable el gen original y gestor de sus características. Producto: personas idénticas sin aparente explicación alguna.

La negra autista

Ella leía. Reclinada en su sitial como si cada palabra que hubo adquirido del papel fuera un paso más, el siguiente, lo que faltaba hacia el sueño deseado y que por esos segundos, buscaba con pasividad.

A momentos irregulares, sus ojos grises se inclinaban hacia lo alto, con la ceja derecha reverenciada hacia arriba en un gesto típico de ella que sólo al fijarse notoriamente la representaba.

Permanecía esperando en su inconsciencia un fenómeno que distrajera su rutina calurosa.

Su sobrino, es un pequeño aviso andante de que la armonía siempre peligra. Por sorpresa aparecía, reía y sonreía hasta que su figura se esfumaba entre añejos muebles sonoros, cubiertos de veteranas telas opacas víctimas de sofocantes veranos pasados.

El enano escurridizo molestaba con una varilla larga y delgada a su tía, molestando, probablemente sin saberlo, su tranquilo reposo.

Ella yacía sumida en la lectura, encaminada en un pasaje hacia la satisfacción.

La escena era familiar, con insinuaciones gráficas de cariño, genuina ternura. Bonita, si uno se deja seducir por la emotividad.

Eso funcionaba hasta que la paciencia de ella hacía reaccionar su cuerpo de noveles 22 años, oscuro por el constante brillo solar que debieron soportar sus antepasados étnicos.

El niño, después de ver quebrada su rama, se puso a llorar despavorido, mientras apretaba sus manos entre si con nerviosa rapidez y presión. Un acto de sobreactuada y escandalosa impotencia, con insufribles ruidos incluidos y ademanes infantiles varios.

Gritó, pataleó. Miraba a su alrededor a la espera de un salvamento maternal ante la agotadora situación, pero sus intentos infructuosos no ayudaron mucho a sus intenciones y terminó derrotado, cambiando el canal de su talante y por escabullirse en las paredes gastadas, con partes inconclusas que permitían ver los ladrillos apilados y telarañas aisladas en busca de compañía.

Ella sopló aliviada y agradeció como si mantuviera una conversación con el protagonista de su novela, comentando con las hojas empastadas la situación molesta recién vivida. Así disfrutaba el intervalo de su distracción involuntaria.

Retomó párrafos leídos en vano durante el ajetreo y de pronto vio, naciendo por detrás de los traseros de los autos aparcados, un grupo de rostros distintos que posaban con declarada admiración su vista en los ojos de ella, blancos, relucientes como el azúcar, sobresalientes por el contraste.

Estaba acostada en la hamaca, con una pierna recogida sobre si misma y la otra estirada amenazante con caer. Su extensión era enorme, tanta que la imagen parecía como si detrás de ella se encontrara otra negra de doble tamaño colocando su pierna como una simulada continuación con el motivo de engañar la percepción de quienes la vieran al arrastrar sus pasos por aquella calle de polvo seco y flores coloridas.

El tejido del vestido se unía ahí en más y sólo dejaba ver su cuello largo, perfectamente cilíndrico, su boca gruesa y rellena que ahora dejaba que se posara por sobre ella una sonrisa que marcaba un nuevo contraste entre el blanco liso de una buena dentadura y labios rojos densos como una cereza madura.

Su nariz era ancha, con una punta definida y precisa, ni muy grande, ni muy chica, de proporciones que bien podrían ser calculadas y pedidas por una paciente en proyección de una cirugía.

De los ojos que pasaron a su lado uno se grabó en su mente en una imagen que de ilusión se convirtió en una realidad, pero que se le escapaba en su no existir, de modo que sólo quedaban, para los otros ojos, el dibujo de su figura y las ansias de verla otra vez.