De a poco, en la noche, comenzó un giro inesperado.
Uno se ilusiona cuando le dicen una cosa como esa. Aguarda un acontecer magnánimo digno de ser registrado en una historia embellecida con palabras sorprendentes.
Pero no, el caso es otro. La sencillez se vuelve maravillosa y puede superar a los hitos en las emociones que generan y en los notables momentos que entrega.
Hace un tiempo las juntas se hicieron una práctica común. Al principio fueron risas o conversaciones entre vicios. Después, nace una nueva motivación. El cine toca el timbre.
Y la primera vez fueron solos, pero evolucionaron a un interesante cuarteto de primos.
Ocasiones hubo varias, obstáculos también. Se rescata que la ambiciosa idea ya había sido instituída en sus mentes; fundar una tradición familiar.
Gracias a una de estas buenas alianzas comerciales -en este caso entre un diario y los cines- tenían acceso a una promoción que con su bajo costo colocaba las entradas a un precio de fácil acceso.
La oferta era atractiva, en especial para ese grupo, en su totalidad dependiente de autoridades sustentadoras; “la vida del universitario”, como instauró en el inconsciente colectivo una marca hace unos años, refiriéndose a este rodaje constante del estudiante con buenas ganas, pero siempre escaso de lucas.
Como ya conté, la primera vez fueron solos. Uno, un occidental atípico dentro de lo común y el otro, moreno, corriente dentro de lo exótico. La segunda vez se integró la prima artista; enérgica de risa espontánea. Por ahí se sumó el hermano mayor del otro, caso peculiar indefinible que yo recomiendo no interpretar.
Una noche, trazando planes para la realización de la costumbre, unos trámites volátiles atrasaron la actividad, el clásico retraso de estas transferencias económicas marcaba presencia. El tiempo se les escapó y con él, la oportunidad de asistir a esa simplemente gran diversión que es el cine.
De vuelta de la diligencia, en el auto camino a los hogares, en absoluto acuerdo y plena sincronía deciden que ninguno quiere irse al sobre así sin más, aún cuando concordadamente comentaban el cansancio.
Esa vez estaban tres de los primos; el mayor, Matías, su hermano menor Israel y Sebastián.
La primera compra se redujo a un humilde six pack Escudo. La unanimidad había establecido que la cita sería su simple par de latitas de cervezas para quedar listocos para las sábanas.
La dosis fue irrisoria. Unos cuantos minutos no alcanzaron a marcar sensación de saciedad. En la teoría duplicaron la cantidad y mientras Sebastián se escurría a la cocina, los hermanos maoríes partieron camino a la caza de dos nuevos six packs, suponiendo que ya estaban hablando de porciones más adecuadas a su habitual y sediento consumo.
En una excelente presentación, una bandeja de madera tallada muestra en su interior una apetitosa maximización de recursos. Dentro contenía papas fritas, vienesas con corte horizontal, cebolla frita y dos llamativos huevos encima de lo demás. A su lado, barras de pepino le daban a la imagen un toque vegetal.
Los hermanos de tostada piel llegaron sin nada de alcoholes, pero si una sonrisa de oreja a oreja ante la seductora presentación calórica de grasas saturadas pero inmesurable sabor.
Sólo una botella de litro y medio se dejaba aprehender por las manos de Matías, sin embargo, no era el líquido que se habían propuesto obtener.
Mientras, los tres se lamentaban la ausencia de la animosa medicina, acariciándose con tierna dulzura sus respectivas panzas. En ese instante, Israel recibió un cautivador llamado de féminas en búsqueda de un poco de entretención y que mejor que tres machos alegres y desordenados para suplir la demanda.
Sin percatarse, lo que ellos acordaron se había desvirtuado a escenarios nuevos que, aún con el cansancio a cuestas, todos le auguraban un vaticinio auspicioso.
Nuevamente el par de hermanos mix racial debieron movilizarse en la búsqueda de aquellas damas en apuros que gustosas, tanto como ellos, se enfrentaban a este prodigioso, en pronósticos, escenario.
Sólo un problema no menor seguía en carpeta. Todos los locales de venta lícita de droga líquida subidora de tonos -popularmente se les llama botillerías- estaban cerradas. Las autoridad delimitaban la compra en el consumo nocturno y travieso. O sea, justamente para que tipos como estos no compren el mayor influenciador de escándalos en la historia de la humanidad.
Ante esa situación de escasez de un bien tan preciado, Sebastián tiene la ridícula idea,
-eso piensa cuando lo comenta- de llamar a estos teléfonos mitológicos que amistosamente, pero por una cifra sideral, nos traen el tan mencionado elemento, necesario para una junta que recién daba su inicio avanzadas ya las dos de la mañana.
De sobriedad ni hablar, pero sí nadie en estado cuestionable, cuando el chascón Israel junto a su hermano detrás, cruzan el umbral del departamento con la esperada compañía.
Casi nada pasado, más que una mísera presentación que nadie recuerda, cuando segundos después tocan el citófono que, mientras Sebastián le presta oreja al aparato, el emisor anuncia la llegada del encargo.
Así, Sebastián recogió los quince mil que arbitrariamente habían juntado los primos, siempre en el supuesto de que las cuentas se arreglaban a continuación de la transacción. Aún cuando los niveles de jumera se tomaran las conciencias e incidieran en decisiones erróneas que por lo normal traen consigo algún perjudicado casual.
Al enfrentarse, dinero en mano con los transportadores de vitupelio, el trío del negocio se percata de la ausencia de sencillo y, por lo tanto, en la existencia de un problema circunstancial.
En eso aparece Emilia, patentando la alegría con su carácter sonriente y en un acto natural, Sebastián le pide que haga maromas respectivas para poder finiquitar la venta.
Ella consigue su objetivo a los pocos minutos y se presenta con el cambio en su mano derecha, la que estira hacia Sebastián en un acto transportista de papel sobrevalorado.
Ya el giro se había producido por completo. Un frustrado plan de cine era ahora un mini carrete de grandes expectativas y la noche tranquila y amena, daba paso a un franco cambio de click en dirección a una desenvuelta performance.
Y así, es imposible no pasarlo bien.
El narrador –yo, obviamente- no se acuerda de los eventos temporales que se fueron sucediendo en esa divertida noche. Lo que si, es que varios hechos dentro de ella valen un nombramiento, algunos, hasta destacado.
La voluntad de Emilia desde el inicio fue jugar y así se hizo desde el principio, puede que como líder innata que convence con personalidad, pero para el caso puntual esa era la disposición generalizada anterior. El público motivado se dejaba seducir por el humor diferente de esta mujer que con cierta pinta pelolais, sabía a la perfección como decirte que de pertenecer a alguna clasificación social, esta debía ser intrínsicamente una categoría fuera de los márgenes tradicionales.
Cartas no hubo. El local, desprovisto del utensilio, se adjudicaba el derecho de disponibilidad de sus servicios, como le deber haber gustado decir a Sebastián de tener la ocurrencia, que valga sea dicho, para esta ocasión hacía de anfitrión.
Pero cachos había. Los seis justos para que cada uno; desde el solvente Matías hasta la relativamente callada Catalina, tuvieran en sus manos uno de aquel sexteto de vasos de cuero.
Y el juego de la vida empezó.
Como ya dije, de la temporalidad no se sabe bien.
Israel fue el que introdujo audacia al cuento y sus preguntas sexuales se repitieron y pavimentaron la temática de un humor infantil, casi pícaro, pero transparente y honesto.
Era, sin embargo, prometedor que nadie estaba en ese minuto para joteos intrascendentes o una actitud por el estilo. La línea editorial del acontecimiento estaba por completo resguardada bajo la ley de la jerga, el recreo y el sano desahogo parrandero.
Pero hubo más. Sebastián tuvo por penitencia que escribir su nombre ocupando su trasero como lápiz. También, un poema le pidieron recitar y cuadernillo en mano uno propio hubo de entonar. Israel cantó a capella, quien con su carisma se tomó la expectación de los oídos presentes y Emilia, con innato manejo escénico, actuó un personaje de una obra que antes solía representar, aún cuando advertía que aquel papel le desagradaba.
Sebastián, ipod en mano, manipulaba la música sin permisos. Su profunda afinidad con los hit’s ya antiguos hacía un eco perfecto con el gusto de los asistentes. Y para no caer en egoísmos, cada tanto preguntaba abiertamente si alguien deseaba elegir algo.
Emilia trataba, sin éxito, arrebatarle la fuente musical al anfitrión, pero no tuvo mayores logros en la materia. Además, de que el excelente abanico de elecciones persuadía de que no había para que suplantar al dj de turno, que sólo para que quede en el acta es derechamente intolerante en el tema música.
Con los ojos idos, al igual que su primo Israel por un poco de mucha cantidad de plantita verde, la memoria y las ideas no le funcionaban del todo bien.
Así, con natural torpeza, Sebastián se dejaba encantar por las similitudes y la ayuda de Emilia que, sin saberlo, conquistaba al pelado bailarín que quedó navegando en los laureles, hechizado y fascinado ante la preciosa y radiante personalidad de Emilia.
Y se pasaron hasta las seis de la mañana. Con luz diurna y caras agotadas daban fin a una espléndida sesión, de esas que uno queda comentando días después y siempre tiene expectativas de que se vuelvan a repetir. Es lógico, en la Ley de Murphy, que la reproducción nunca sucede, aunque el conocimiento de los seres queda en el registro individualizado de los protagonistas.