10/06/2008

La negra autista

Ella leía. Reclinada en su sitial como si cada palabra que hubo adquirido del papel fuera un paso más, el siguiente, lo que faltaba hacia el sueño deseado y que por esos segundos, buscaba con pasividad.

A momentos irregulares, sus ojos grises se inclinaban hacia lo alto, con la ceja derecha reverenciada hacia arriba en un gesto típico de ella que sólo al fijarse notoriamente la representaba.

Permanecía esperando en su inconsciencia un fenómeno que distrajera su rutina calurosa.

Su sobrino, es un pequeño aviso andante de que la armonía siempre peligra. Por sorpresa aparecía, reía y sonreía hasta que su figura se esfumaba entre añejos muebles sonoros, cubiertos de veteranas telas opacas víctimas de sofocantes veranos pasados.

El enano escurridizo molestaba con una varilla larga y delgada a su tía, molestando, probablemente sin saberlo, su tranquilo reposo.

Ella yacía sumida en la lectura, encaminada en un pasaje hacia la satisfacción.

La escena era familiar, con insinuaciones gráficas de cariño, genuina ternura. Bonita, si uno se deja seducir por la emotividad.

Eso funcionaba hasta que la paciencia de ella hacía reaccionar su cuerpo de noveles 22 años, oscuro por el constante brillo solar que debieron soportar sus antepasados étnicos.

El niño, después de ver quebrada su rama, se puso a llorar despavorido, mientras apretaba sus manos entre si con nerviosa rapidez y presión. Un acto de sobreactuada y escandalosa impotencia, con insufribles ruidos incluidos y ademanes infantiles varios.

Gritó, pataleó. Miraba a su alrededor a la espera de un salvamento maternal ante la agotadora situación, pero sus intentos infructuosos no ayudaron mucho a sus intenciones y terminó derrotado, cambiando el canal de su talante y por escabullirse en las paredes gastadas, con partes inconclusas que permitían ver los ladrillos apilados y telarañas aisladas en busca de compañía.

Ella sopló aliviada y agradeció como si mantuviera una conversación con el protagonista de su novela, comentando con las hojas empastadas la situación molesta recién vivida. Así disfrutaba el intervalo de su distracción involuntaria.

Retomó párrafos leídos en vano durante el ajetreo y de pronto vio, naciendo por detrás de los traseros de los autos aparcados, un grupo de rostros distintos que posaban con declarada admiración su vista en los ojos de ella, blancos, relucientes como el azúcar, sobresalientes por el contraste.

Estaba acostada en la hamaca, con una pierna recogida sobre si misma y la otra estirada amenazante con caer. Su extensión era enorme, tanta que la imagen parecía como si detrás de ella se encontrara otra negra de doble tamaño colocando su pierna como una simulada continuación con el motivo de engañar la percepción de quienes la vieran al arrastrar sus pasos por aquella calle de polvo seco y flores coloridas.

El tejido del vestido se unía ahí en más y sólo dejaba ver su cuello largo, perfectamente cilíndrico, su boca gruesa y rellena que ahora dejaba que se posara por sobre ella una sonrisa que marcaba un nuevo contraste entre el blanco liso de una buena dentadura y labios rojos densos como una cereza madura.

Su nariz era ancha, con una punta definida y precisa, ni muy grande, ni muy chica, de proporciones que bien podrían ser calculadas y pedidas por una paciente en proyección de una cirugía.

De los ojos que pasaron a su lado uno se grabó en su mente en una imagen que de ilusión se convirtió en una realidad, pero que se le escapaba en su no existir, de modo que sólo quedaban, para los otros ojos, el dibujo de su figura y las ansias de verla otra vez.